"-Arma, arma, señor gobernador, arma, que han entrado infinitos
enemigos en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor no
nos socorre!
Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde
Sancho estaba, atónito y embelesado de lo que oía y veía, y cuando
llegaron a él, uno le dijo:
-¡Ármese luego vuestra señoría, si no quiere perderse y que toda esta ínsula se pierda!
-¿Qué me tengo de armar -respondió Sancho-, ni qué sé yo de armas ni de
socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que
en dos paletas las despachará y pondrá en cobro, que yo, pecador fui a
Dios, no se me entiende nada destas priesas.
-¡Ah, señor
gobernador! -dijo otro-. ¿Qué relente es ese? Ármese vuesa merced, que
aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa plaza y sea
nuestra guía y nuestro capitán, pues de derecho le toca el serlo, siendo
nuestro gobernador.
-Ármenme norabuena -replicó Sancho.
Y
al momento le trujeron dos paveses, que venían proveídos dellos, y le
pusieron encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés
delante y otro detrás, y por unas concavidades que traían hechas le
sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo que
quedó emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las
rodillas ni menearse un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a
la cual se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando así le tuvieron, le
dijeron que caminase y los guiase y animase a todos, que siendo él su
norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen fin sus negocios".
Del capítulo LIII de la segunda parte.
Miguel de Cervantes.
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